El reloj muestra un seis soberbio separado de
dos ceros por dos puntos verticales. Las ganas de comenzar son nulas pero,
después de diez minutos prudentes, la responsabilidad hace lo suyo y me
encuentro de pie, con varios bostezos atragantados, frente
a la taza de café la cual seguramente preparé medio dormida. Me siento en la
única silla arrimada a la mesa. Y como todas las mañanas, ella aparece. Podría
decirse que es una repetición de días anteriores. Las tostadas me llaman. Un
poco de quesito untable. Muerdo. Mastico. Cucharadita de azúcar al café.
Revuelvo. Muerdo. Mastico. Trago. Muerdo. Mastico. Bebo. Cambio el punto de
contemplación fija. Miro la pantalla del celular que me devuelve un número
considerable de mensajes no leídos en WhatsApp. Leo el último: “seguro ya está durmiendo y nos contesta
mañana a las 6:30”. Sí, es esa hora. Bebo. Leo los mensajes anteriores para
entender la charla. Contesto. Dejo el celular sobre la mesa. Ella me mira. Voy
al baño y hago todo lo que la mayoría de
la gente hace ni bien se levanta. Se me hace tarde. Me pongo la ropa que dejé
preparada desde el día anterior. Enciendo la tele y un meteorólogo, quien luce
una mochila en su espalda, avisa cómo debo vestirme. Siento que voy a tener
frío a pesar de que una y otra vez se hace hincapié en la temperatura máxima del día. Me saco la parte
de arriba elegida previamente. Comienzo a sacar una pierna del pantalón, pienso
en el jean nuevo. Pienso que voy a tener calor. Vuelvo a poner la pierna en el
pantalón de tela fresca y colorida.
Vuelvo a enfundarme con la remera elegida la noche previa ¿Dónde dejé las
sandalias? Recorro la casa. Me piso el pantalón. Ella vuelve a hacer contacto
visual conmigo. Aunque no parezca estoy apurada y a duras penas, la ignoro otra
vez. Haciendo equilibrio me pongo las sandalias. Camino hacia al baño. Busco el
perfume. Lo encuentro. Lo uso. Me vuelvo
a lavar los dientes. Me asusto de mi cara y de mis ojeras. Me pongo protector
solar. Elijo ponerme los anteojos sin
embargo me guardo en la cartera las gotitas para cuando uso los lentes de
contacto. Perfume otra vez. Crema en las manos. Me doy cuenta de que me peiné
en algún momento que ya casi no recuerdo o sí. Vuelvo a la cocina. Veo que dejé
café. Lo tomo. Me como una tostada. Repito conductas. Vuelvo al baño. Me lavo
los dientes de manera rápida. No me quiero mirar en el espejo. Me escapo del
habitáculo. Busco la cartera que en
algún lado apoyé. Ella ya me mira con más insistencia, casi pegando su naricita
contra el vidrio. Me culpo por ser tan mala. Le recrimino la presencia de su
voz. Le hablo apretujando los dientes. Salgo al patio. La acaricio. Le pongo
comida. Le pido perdón por no haberle abierto la ventana antes. Ronronea. Hacemos
el último contacto visual. Ella hace sus piruetas. Cierro la puerta. Busco la SUBE.
ELIPSIS ELIPSIS ELIPSIS ELIPSIS
Estoy caminando hacia casa. El regreso
siempre varía. Camino ligero por las callecitas del barrio. Tengo hambre.
Escucho una moto muy cerca. Más cerca. Aprieto contra el cuerpo la cartera. Me
doy vuelta. El motoquero hace zigzag sobre la calle. Tiene casco y la cara
tapada. Pienso en las cosas que voy a perder. Una mujer, como por arte de
magia, aparece por la vereda en dirección contraria a mí. Escucho: ¡Cuiqui lochoro!” Y respondo “¿qué?” Mientras, el de la moto acelera
y parece que desaparece. La mujer me explica: “es un chorro conocido en la zona...” Hablamos sobre el tema. Escucho otra vez el motor. Pienso que estoy
hablando con una cómplice. Corro hacia la avenida. Me encuentro con un montón
de hombres vestidos con mamelucos azules. Parece que se rompió un caño. Camino
ligero. Camino ligero. ELIPSIS. Llego. Un papelito en la mesa indica que estoy
sola. Ella aparece en la ventana. Contacto visual Abro. Ronroneamos. Le grito
lo hermosa que es mientras la acaricio de manera exagerada. Frena tanto cariño
con su patita suave en mi cara. Le hablo con los dientes apretados: “Ay, cómo te quiero”.
ELIPSIS